El reto de Juan

Juan no se enoja nunca. Tiene una paciencia envidiable y por lo general lleva la clase adelante sin esforzar mucho la voz. Por eso, cuando lo hace, el aire suena diferente: las paredes altas y las chapas del techo agalponado devuelven un eco disruptivo; los chicos callan de repente y por un instante el volumen de la existencia humana desaparece:

—Listo, Vito, basta, vení y sentate acá—dice Juan señalando un espacio pequeño que hay a su lado de la ronda.

Evidentemente Vito alcanzó la cima de esa montaña serenidad o encontró la grieta para escabullirse hacia el centro más tierno que el resto de las personas tenemos mucho más a mano. Lejos del grito, Juan levantó la voz con firmeza hasta alcanzar un tono indiscutiblemente cabreado. El grupo responde con un silencio unísono y miradas de preocupación ajena hacia Vito, Ahora sí que se te pudrió, parecen decir sus ojos. Intimado por el reto, el silencio repentino del ambiente y las miradas preocupadas de sus compañeros, Vito cruza la ronda por el medio para sentarse en el lugar indicado.

Sin agregar peso al reto Juan continúa con la explicación sobre el juego que acababa de interrumpir:

—¿Para qué estaba la línea roja de allá?—pregunta y señala hacia la mitad de cancha.

Durante los primeros segundos nadie responde porque la vibración de su voz cabreada sobrevive en el aire y en los cuerpos. Sostiene el silencio dos o tres segundos más y achica la distancia entre la pregunta y la respuesta.

—¿Podíamos cruzar la línea mientras jugábamos?

Ahora sí, Nacho, Fran y Oli, se sienten más seguros y responden:

—Nooo

—¡Claro! Acuérdense de que no podemos cruzar esa línea porque para ese lado ya no estamos jugando y habíamos dicho que la persona que pasaba se tenía que quedar congelado. Entonces, si paso por ahí saben que es lo mismo que si nos toca la mancha ¿listos?

Todos se paran de un salto y salen corriendo sin saber bien hacia dónde, pero con el límite claro de la línea roja. El refuerzo de la regla era principalmente para Vito que para no ser tocado atravesaba la línea seguido de sus perseguidores. Del otro lado ya estaba armado el siguiente juego y también la salida de la cancha a la que Vito recurría hasta quedar absolutamente fuera de la clase. Juan prefirió no exponerlo de nuevo y hablarles a todos. De todas formas, el recordatorio no les venía mal tampoco.

Ahora Vito parece tener el cuerpo triste como si su alma se hubiera quedado enroscada en el reto. Le encanta jugar, correr, perseguir, hablar en las rondas cuando charlamos sobre lo que pasa en el juego. Pero también suele patear los conos, mover de lugar la soga, revolear aros, irse de la cancha, alejarse (¿escaparse?) cuando el profe lo está diciendo algo, y se las ingenia para dar empujones cortos y efectivos a sus compañeros cuando los profes no lo ven (más de una vez resultaron en algún chichón cuando no llegaron a apoyar las manos antes de caer contra el suelo). Esta enumeración ligera e inocentemente temeraria no suele concentrarse en una sola clase como si administrara sus herramientas de interacción de forma eficiente para evitar lo que hoy no pudo: agotar la paciencia de Juan que, después de tomarse todas las macanas juntas en un cóctel concentrado en unos diez minutos, resultaron en ese reto que todavía permanece en los rincones de la cancha como un vaho caprichoso.

Vito adora el movimiento. Si fuera por él haría dos o tres clases juntas. Pero no quiere saber nada con ser tocado —cuando, por ejemplo, jugamos una mancha— lo que, traducido en su concepción, es perder. Por eso, para ponerse a salvo del riesgo atraviesa la línea roja, sale de la alfombra de pasto sintético y llega hasta el cemento de bar si es necesario. Se refugia en el riesgo la zona prohibida con tal de no quedar congelado por unos segundos hasta que lo vengan a salvar ¿qué personalidad se estará configurando en su cabeza? Tal vez para él, perder sea quedarse quieto. Otras veces se defiende empujando a su predador así que por el momento, preferimos salir de la cancha a buscarlo.